Aquiles Nazoa
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Don Anselmo

  1. Desde hace muchos años,
    sin fallar, a la hora del almuerzo,
    día a día en el quicio de mi casa
    se sienta un pobre viejo.

    Los muchachos del barrio
    lo tratan con cariño y con respeto,
    y hasta hay algunos que con él comparten
    su menguada ración de caramelos

    Nadie sabe su nombre
    ni jamás ha tratado de saberlo,
    pero es tan venerable su figura,
    tan rebosante de bondad su aspecto
    y su manera de mirar tan dulce,
    que todos lo llamamos don Anselmo.

    Y se sienta en el quicio de mi casa
    -como ya dije al comenzar el cuento-
    y se pone a contar los centavitos
    que recogió mostrando su sombrero,
    o tierno y paternal tiende la mano
    para hacerle arrumacos a algún perro.

    Sin que él toque, en mi casa
    por intuición sabemos
    que en el sitio habitual ya esta instalado
    como todos los días, don Anselmo.

    Sale entonces mi madre, y el mendigo
    le da tres perolitos que al regreso
    vienen llenos de sopa, de ensalada,
    de tortilla, de plátano, de huevos
    y de mil cosas más que, francamente
    quisiera recordar pero no puedo.

    Llagados a este punto de la historia
    me dirán los lectores: ¡Qué embustero!
    Ni las casas de ahora tiene quicio
    ni existe semejante don Anselmo,
    ni en la casa de usted cocinan tanto,
    ni todo ese menú se come un viejo
    y aunque se lo comiera, no cabria
    en unos perolitos tan pequeños.

    Pues bien, me habéis cogido en la pisada: 
    he mentido, señores y no niego
    que cuanto he referido es puro embuste:
    ¿Pero verdad que es bello, bello, bello?



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